Oliverio Girondo

Oliverio Girondo

1891-08-17 Buenos Aires
1967-01-24 Buenos Aires
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Algunos Poemas

Las Mujeres Vampiro Son Menos Peligrosas Que Las Mujeres Con Un Sexo Prehensil

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Las mujeres vampiro son menos peligrosas que las mujeres con un sexo
prehensil.

Desde hace siglos, se conocen diversos medios para protegernos contra
las primeras.

Se sabe, por ejemplo, que una fricción de trementina
después del baño, logra en la mayoría de los
casos, inmunizarnos; pues lo único que les gusta a las mujeres
vampiro es el sabor marítimo de nuestra sangre, esa
reminiscencia que perdura en nosotros, de la época en que fuimos
tiburón o cangrejo.

La imposibilidad en que se encuentran de hundirnos su lanceta en
silencio, disminuye, por otra parte, los riesgos de un ataque
imprevisto. Basta con que al oírlas nos hagamos los muertos para
que después de olfatearnos y comprobar nuestra inmovilidad,
revoloteen un instante y nos dejen tranquilos.

Contra las mujeres de sexo prehensil, en cambio, casi todas las formas
defensivas resultan ineficaces. Sin duda, los calzoncillos erizables y
algunos otros preventivos, pueden ofrecer sus ventajas; pero la
violencia de honda con que nos arrojan su sexo, rara vez nos da tiempo
de utilizarlos, ya que antes de advertir su presencia, nos desbarrancan
en una montaña rusa de espasmos interminables, y no tenemos
más remedio que resignarnos a una inmovilidad de meses, si
pretendemos recuperar los kilos que hemos perdido en un instante.

Entre las creaciones que inventa el sexualismo, las mencionadas, sin
embargo, son las menos temibles. Mucho más peligrosas, sin
discusión alguna, resultan las mujeres eléctricas, y
esto, por un simple motivo: las mujeres eléctricas operan a
distancia.

Insensiblemente, a través del tiempo y del espacio, nos van
cargando como un acumulador, hasta que de pronto entramos en un
contacto tan íntimo con ellas, que nos hospedan sus mismas
ondulaciones y sus mismos parásitos.

Es inútil que nos aislemos como un anacoreta o como un piano.
Los pantalones de amianto y los pararrayos testiculares son iguales a
cero. Nuestra carne adquiere, poco a poco, propiedades de imán.
Las tachuelas, los alfileres, los culos de botella que perforan nuestra
epidermis, nos emparentan con esos fetiches africanos acribillados de
hierros enmohecidos. Progresivamente, las descargas que ponen a prueba
nuestros nervios de alta tensión, nos galvanizan desde el
occipucio hasta las uñas de los pies. En todo instante se nos
escapan de los poros centenares de chispas que nos obligan a vivir en
pelotas. Hasta que el día menos pensado, la mujer que nos
electriza intensifica tanto sus descargas sexuales, que termina por
electrocutarnos en un espasmo, lleno de interrupciones y de
cortocircuitos.

No Se Me Importa Un Pito Que Las Mujeres Tengan Los Senos

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No se me importa un pito que las mujeres tengan los senos como
magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un
aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy
perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el
primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso
sí! —y en esto soy irreductible— no les perdono, bajo
ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar
¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!

Ésta fue —y no otra— la razón de que me enamorase, tan
locamente, de María Luisa.

¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos
sulfurosos? ¿Qué me importaban sus extremidades de
palmípedo y sus miradas de pronóstico reservado?

¡María Luisa era una verdadera pluma!

Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina, volaba del comedor
a la despensa. Volando me preparaba el baño, la camisa. Volando
realizaba sus compras, sus quehaceres.

¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando, de
algún paseo por los alrededores! Allí lejos, perdido
entre las nubes, un puntito rosado. “¡María Luisa!
¡María Luisa!”... y a los pocos segundos, ya me abrazaba
con sus piernas de pluma, para llevarme, volando, a cualquier parte.

Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia
que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos
anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de repente,
en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un
espasmo.

¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera..., aunque
nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas! ¡Qué
voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes la de
pasarse las noches de un solo vuelo!

Después de conocer una mujer etérea, ¿puede
brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre?
¿Verdad que no hay una diferencia sustancial entre vivir con una
vaca o con una mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho
centímetros del suelo?

Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una
mujer pedestre, y por más empeño que ponga en concebirlo,
no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor
más que volando.

Yo No Tengo Una Personalidad; Yo Soy Un Cocktail, Un Conglomerado

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Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una
manifestación de personalidades.

En mí, la personalidad es una especie de furunculosis
anímica en estado crónico de erupción; no pasa
media hora sin que me nazca una nueva personalidad.

Desde que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que
me rodean, que mi casa parece el consultorio de una quiromántica
de moda. Hay personalidades en todas partes: en el vestíbulo, en
el corredor, en la cocina, hasta en el W. C.

¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso!

¡Imposible saber cuál es la verdadera!

Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más absoluta
con todas ellas, no me convenzo de que me pertenezcan.

¿Qué clase de contacto pueden tener conmigo —me pregunto—
todas estas personalidades inconfesables, que harían ruborizar a
un carnicero? ¿Habré de permitir que se me identifique,
por ejemplo, con este pederasta marchito que no tuvo ni el coraje de
realizarse, o con este cretinoide cuya sonrisa es capaz de congelar una
locomotora?

El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo,
para enfermarse de indignación. Ya que no puedo ignorar su
existencia, quisiera obligarlas a que se oculten en los repliegues
más profundos de mi cerebro. Pero son de una petulancia... de un
egoísmo... de una falta de tacto...

Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos aires
de trasatlántico. Todas, sin ninguna clase de excepción,
se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por
las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie,
discusiones que no terminan nunca. En vez de contemporizar, ya que
tienen que vivir juntas, ¡pues no señor!, cada una
pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y los
gustos de las demás. Si alguna tiene una ocurrencia, que me hace
reír a carcajadas, en el acto sale cualquier otra,
proponiéndome un paseíto al cementerio. Ni bien
aquélla desea que me acueste con todas las mujeres de la ciudad,
ésta se empeña en demostrarme las ventajas de la
abstinencia, y mientras una abusa de la noche y no me deja dormir hasta
la madrugada, la otra me despierta con el amanecer y exige que me
levante junto con las gallinas.

Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se
realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se
entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor
determinación me cuesta un tal cúmulo de dificultades,
antes de cometer el acto más insignificante necesito poner
tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier
cosa y esperar que se extenúen discutiendo lo que han de hacer
con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de
mandarlas a todas juntas a la mierda.
Escritor argentino. De familia acomodada, viajó a Europa en su primera juventud, tomando contacto con las vanguardias. Participó en la implantación de las mismas en Argentina, intentando el teatro y el periodismo, pero afincándose en la poesía. Contribuyó a la trayectoria de revistas que difundieron el ultraísmo, como Proa, Prisma y Martín Fierro. En ellas se dieron a conocer algunos de los principales escritores de su tiempo: Borges, Marechal, Güiraldes. Su primer libro perfilado es Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), donde recoge la poética de la gran ciudad moderna, propuesta por el poeta francés Guillaume Apollinaire y el futurismo. El uso de palabras propias (neologismos) alternado con el verso libre y algunas formas clásicas, marca la diversidad de su obra en títulos como Calcomanías (1925), Espantapájaros (1932), Interlunio (1937), Persuasión de los días (1942), Campo nuestro (1946) y En la masmédula (1956).  
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