Karl Adolph Gjellerup
Poeta e romancista, está associado ao período da Revolução Moderna da literatura escandinava. Ocasionalmente usava o pseudônimo Epigonos
1857-06-02 Roholte
1919-10-13 Dresden
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El peregrino Kamanita (fragmento)
Mientras el Sublime pronunciaba estas palabras en casa del alfarero de Rajagaha, el peregrino Kamanita despertaba en el paraíso del Oeste.
Envuelto en una túnica roja que, suave y brillante como el pétalo de una flor, caía en pliegues abundantes, se encontró, sentado en sus piernas, sobre una enorme flor de loto del color de su túnica, que flotaba en un gran estanque. Por dondequiera, en la amplia superficie del agua se veían flores de loto rojas, azules y blancas; unas todavía en brote, aunque bastante desarrolladas, pero incontables, abiertas como la suya. Y casi de todas ellas salía una figura humana, cuya vestimenta parecía haber emergido de los pétalos de las flores.
En los márgenes del estanque, en la hierba verde, reían infinitas flores, como si hubieran renacido allí, en figura de flores, todas las piedras preciosas del mundo, conservando su brillo y sus juegos de color transparente, pero cambiando la dura coraza que habían llevado en su existencia terrenal por algo de planta, blanco, flexible y vivo. El aroma que despedían era más fuerte que el de todas las esencias fragantes que pueden encerrarse en un frasco de cristal; pero tenía la frescura del olor de las flores naturales.
De esta atractiva orla de los márgenes, la mirada encantada seguía deslizándose entre árboles altos y de amplias copas con follaje de esmeralda y refulgencias de piedras preciosas, unos aislados, en grupos otros, y otros formando espesos bosques, hasta las graciosas colinas de roca, que unas veces mostraban desnudas sus formas cristalinas, marmóreas y alabastrinas, y otras se cubrían de espesa maleza o aparecían salpicadas de olorosas flores. A lo lejos se veía una cañada en que rocas y bosques se apartaban para dejar paso a un río hermoso, que silenciosamente, como una corriente de luz de estrellas, se vertía en el estanque.
Por sobre todo este paisaje lucía la bóveda de un cielo de un azul intensísimo, y bajo esta cúpula flotaban blancas nubecillas de caprichosas formas, sobre las que se posaban graciosos geniecillos, cuyos instrumentos llenaban el espacio con los sones encantados de deliciosas armonías.
En este cielo no se veía sol alguno; mas tampoco era necesario, pues de las nubecillas y los genios, de rocas y flores, del agua y de las flores de loto, de las vestiduras de los bienaventurados, y más aún de sus rostros, irradiaba una luz maravillosa y dulcísima. Y así como esta luz era de una claridad resplandeciente, sin ser por eso deslumbradora, el tibio calor, saturado de fragancias, era refrescado por la constante brisa que salía del agua, y sólo respirar este aire era un placer al que no hay nada semejante en el mundo.
Envuelto en una túnica roja que, suave y brillante como el pétalo de una flor, caía en pliegues abundantes, se encontró, sentado en sus piernas, sobre una enorme flor de loto del color de su túnica, que flotaba en un gran estanque. Por dondequiera, en la amplia superficie del agua se veían flores de loto rojas, azules y blancas; unas todavía en brote, aunque bastante desarrolladas, pero incontables, abiertas como la suya. Y casi de todas ellas salía una figura humana, cuya vestimenta parecía haber emergido de los pétalos de las flores.
En los márgenes del estanque, en la hierba verde, reían infinitas flores, como si hubieran renacido allí, en figura de flores, todas las piedras preciosas del mundo, conservando su brillo y sus juegos de color transparente, pero cambiando la dura coraza que habían llevado en su existencia terrenal por algo de planta, blanco, flexible y vivo. El aroma que despedían era más fuerte que el de todas las esencias fragantes que pueden encerrarse en un frasco de cristal; pero tenía la frescura del olor de las flores naturales.
De esta atractiva orla de los márgenes, la mirada encantada seguía deslizándose entre árboles altos y de amplias copas con follaje de esmeralda y refulgencias de piedras preciosas, unos aislados, en grupos otros, y otros formando espesos bosques, hasta las graciosas colinas de roca, que unas veces mostraban desnudas sus formas cristalinas, marmóreas y alabastrinas, y otras se cubrían de espesa maleza o aparecían salpicadas de olorosas flores. A lo lejos se veía una cañada en que rocas y bosques se apartaban para dejar paso a un río hermoso, que silenciosamente, como una corriente de luz de estrellas, se vertía en el estanque.
Por sobre todo este paisaje lucía la bóveda de un cielo de un azul intensísimo, y bajo esta cúpula flotaban blancas nubecillas de caprichosas formas, sobre las que se posaban graciosos geniecillos, cuyos instrumentos llenaban el espacio con los sones encantados de deliciosas armonías.
En este cielo no se veía sol alguno; mas tampoco era necesario, pues de las nubecillas y los genios, de rocas y flores, del agua y de las flores de loto, de las vestiduras de los bienaventurados, y más aún de sus rostros, irradiaba una luz maravillosa y dulcísima. Y así como esta luz era de una claridad resplandeciente, sin ser por eso deslumbradora, el tibio calor, saturado de fragancias, era refrescado por la constante brisa que salía del agua, y sólo respirar este aire era un placer al que no hay nada semejante en el mundo.
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