Algunos Poemas

Canto V

Lo que siento en mi sangre como un reloj de arena,
cerca de algún retrato, del hilo y del salero;
lo que escucho en mi sangre como un rumor del día,
cuando una mariposa de la noche
viene a besar la sombra de nuestro corazón;
lo que escucho en mi sangre como acordes de luto,
cuando todo se apaga y todo es un ayer,
con rostros, con cenizas y manos en la sombra;
lo que escucho en mi sangre como grano que cae
en la penumbra de los aposentos,
donde el espejo de hundida confidencia
destruye vanamente las máscaras del hombre:
lo que escucho en mi sangre como flautas del sol,
cuando mis hijos danzan en torno a mi existencia
como en una lejana colina de vendimias;
cuando el pensamiento transforma mis secretos
en abismos de yedras,
y reclino mi frente sobre el vino nocturno;
cuando siento mis pasos en la tierra,
cuando digo: tierra,
y sé que estoy aquí iluminándome,
amándola y oyendo su mandato, que es el existir,
en lo que desciende en secreto hacia mi muerte:
rumor que me sostiene y me dibuja
en mi retrato antiguo,
con un halcón sobre el hombro,
en la penumbra de tus olivares:
marco de la conciencia,
enigma de viejos muros,
caída de la luz en la tristeza,
heno en la tarde, nubes de soledad,
higueras de la noche en forma de esqueletos,
mirada hacia la sombra del jaguar.
No somos habitantes de la luz.
Hay lenguas de tinieblas y signos ardorosos
danzando en torno nuestro.
Se nos cae la mirada en anillos de luto,
en juncales de miedo, en estrellas de plata.
La frente va perdida, como ráfaga fría
por la humedad nocturna de los espantapájaros.
¿Cuando sale de ti mi oscuro andar?
Atrás quedan abismos en que mis ojos caen.
El hombre es de la noche que lo sigue,
sueño que el sol defiende,
paréntesis de incierta maravilla,
imagen que derriba la tiniebla.
Aún mi madre contempla tu retrato
y en su cabello blanco se hace un lejano resplandor.
Aquí en la tierra estoy, aquí en la tierra,
y en tu muerte, disperso en mis sentidos.
Y persisten los ojos, las brasas del peligro.
Y el hábito de andar por los sonidos,
por la humedad, la risa, las tinieblas,
donde las lumbres danzan
como reminiscencias de muertes familiares.
Y todo avanza en mí y todo cae, y todo es un rumor,
un acercarse y amar, y un sufrir por lo amado,
y un llevarlo todo al sueño
y hacer de la tierra un sueño.
Y es lo que viene ardiendo, sonando como un trueno
sobre un niño,
desde tu vida dura, desde tu muerte sola,
tu muerte semejante a una llanura,
donde curva la noche su lentitud de estrellas,
con un rumor de cascos, de piedras, de esqueletos,
con guitarras caídas junto al corazón,
con una copla del diablo,
con el azufre del Tirano Aguirre
danzando en las colinas
y lejanos relámpagos antiguos
en un denso horizonte con sombras de diluvio,
y el viento que resuena sobre el sordo tambor
de la tierra caliente,
del agua del caimán y el venenoso diente.
Padre mío, padre de mi huracán. Y de mi poesía.

Canto Vi

El velero lustroso de la muerte
pasea tu silencio por mis mares sombríos
entre brillos de un agua negra en ondas,
donde cantan marinos de otro tiempo,
ahogados en la noche, rendidos a las algas
que transportan las sombras.
Y siempre vienes a mí desde el olvido,
aventurero terrestre de barbas seculares.
Tus zapatos aún suenan sobre los ladrillos
y sobre las arenas de bahías desiertas,
con baúles desenterrados y monedas,
y con rocas lejanas donde los astros caen,
donde avanzan temblando las auroras,
en medio de las sombras de los fríos,
y de pinos del mar,
y signos y colores espectrales,
y las sombras de madres de barqueros,
llamando entre sus paños y sus cabellos,
y sus voces confundidas,
y sus lágrimas perdiéndose en la arena,
y gaviotas en fila, volando hacia otro mundo,
hacia distancias cárdenas y negras,
hacia un día del misterio,
donde grita el hombre a su muerte.
Te sigue un perro grande,
el perro fiel y lento de nuestra lejanía.
En tu penumbra brillan barcas abandonadas.
Con las ráfagas gimen tus hondas soledades
y entre las algas tiembla el grave amanecer.
Te alejas en tu viaje como llovizna leve,
como el rumor del mar en los caracoles.
En mi soledad guardo tus hondas soledades.
De ti vienen los días
donando en las guitarras del olvido.
Por ti yo soy el hombre, el portador del fuego.
Por ti mi mano levanta el espejo que refleja la montaña.
Hacia mí venían tus huellas, tu fábula y tu clima,
y aún te veo llegar desde la muerte,
padre del remo, padre del pesado saco,
padre de la cólera y el canto.

Canto Viii

Cuando tú venías, venías hacia la muerte,
porque así son nuestros pasos en los días:
hacia las montañas detenidas en los crepúsculos;
hacia las ciudades que esperan las noches con luto y alegría,
tostando el pan, preparando dramas en los aposentos,
derramando rojo vino en las penumbras;
hacia los puertos donde la barcas
dan descanso a los vagabundos;
hacia los pequeños caminos rojos,
donde nos duele el cuerpo del asno,
donde nos duelen los pies del mendigo,
donde nos duele el canto de la triste quinquina;
hacia nuestra futura vivienda,
con el susurro leve del naranjo
a cuya sombra estaremos en la mirada del hijo,
como en una hora del cielo,
del presentimiento y de la angustia.
Tú venías, y el mundo estaba debajo de tus pasos,
y debajo de tus noches, y debajo de tus soledades.
Sí, tu existencia había creado sus cielos huracanados
sus aguas tumultuosas, sus nubladas lejanías,
y las tempestades agitaban los mares de tu corazón
con truenos y estrellas caídas
en las oscuras soledades del alma,
con naufragios y voces de mujeres
perdidas en la extensión de las olas y los países.
Soñabas con fantasmales buques en la sombra,
esos que llevan banderas de luto
y viajan hacia los puertos de podridos aceites
y antiguos desperdicios.
Y la furia levantaba ondas en la oscuridad de tu muerte,
perseguida por brillos lunares,
como una oleaginosa superficie negra
con vuelos de lentas aves relucientes,
ahí donde los astros gotean sus azules licores,
en ese espacio del misterio devorador,
con islas iluminadas en nuestra soledad.
Tu juventud llamaba a las ciudades del mundo,
a los vientos que soplan contra viejas murallas,
a la gente que vive en las oscuras minas,
a marinos que yacen bajo cruces del mar.
Tú, el viajero, el insomne, el descontento
el que levantaba las manos hacia los relámpagos,
el que veía pasar las bahías
como la orilla serena y brumosa de la tristeza.
Sabías soportar las lejanías, siempre tan del corazón.
Sabías llegar.
Y eras ahí el anónimo, el oscuro, el devorado,
tendido en la noches calientes,
como los sacos, como los barriles,
a orilla de los grandes navíos.
Un campesino te daba una copa de aguardiente.
Y aún era la noche oscura como un tambor,
salvaje como las patas, las uñas y los dientes del tigre.
La noche, la noche llena de rumores de tamarindos,
los cocoteros movidos por una brisa
que te devolvía a otro tiempo,
al tiempo de tu aldea con campanas,
de tus mares del verano
con barracas cerca del amanecer.
Tú estabas dormido bajo las estrellas de otro mundo.
Padre mío, padre de mi universal angustia.
Y de mi poesía.
Nació en el año 1913 en Canoabo, una pequeña población del Estado de Carabobo, en la zona central del norte de Venezuela, cuyo paisaje ha estado siempre luminosamente reflejado en su verso. En Caracas y hacia 1940 se vinculó a los poetas que integraron el grupo Viernes. Se sintieron esos jóvenes poderosamente atraídos por diversos ejemplos de la llamada Generación del 27. A tal influencia española se juntó la de otros poetas como los chilenos Vicente Huidobro, Pablo Neruda y Rosamel del Valle. Todavía no se escuchaba en su profunda dimensión la voz de César Vallejo, muerto en el exilio parisiense un poco antes, en 1938. La poesía de Vicente Gerbasi se inició, temprana, con un libro de 1937: Vigilia del náufrago. Desde entonces ha sido constante, hasta hoy, su escritura poética. Ha sido frecuente y, a la vez, cálida, resplandeciente, alucinada. La inicial y prolongada lectura de románticos alemanes la hizo ser a la par lúcida y sonámbula. Y armoniosa, sin demasías ni turbulencias. Su perpetuo asombro ante la naturaleza lo atempera, coincidente, el sentimiento de la soledad y de la intimidad del hombre que la escribe. La palabra y la contemplación visionaria siguen mostrándonos, hasta en sus más recientes creaciones, la rara virtud de la hondura y la transparencia juntas. Vivió en Colombia entre 1946 y 1947 como agregado de Asuntos Culturales de la embajada de su patria. Después iba a ascender al rango de embajador ante países de varios continentes. Pero el ejercicio de esas misiones no aminoró el fervor por el trabajo poético y fueron surgiendo, a lo largo de los años, sus valiosos conjuntos de verso. Algunos de ellos han sido vertidos a lenguas europeas. Se le admiró tanto su magia verbal, en la fascinación ante el escenario del trópico, como la relación estrecha que su lenguaje estableció entre aquel relampagueante espacio geográfico, el de su propia tierra, y lo entrañable de su ser. Esa singularidad, que con el tiempo fue concentrándose, se le reconoció desde sus poemas de juventud. En Bogotá, la clarividencia de su mente y la generosidad de su corazón le hicieron gozar de unánimes respeto y cariño. Vicente y su esposa Consuelo compartieron en Bogotá el entusiasmo juvenil por las letras y las artes. Su apartamento, en la Plaza de Chapinero, fue sitio de frecuente, bulliciosa y alegre reunión.  
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Véase también

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Poemas cortos
05/junio/2024

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