Manuel Acuña

Manuel Acuña

1849-08-27 Saltillo, Coahuila
1873-12-06
16379
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Algunos Poemas

Ante Un Cadáver

¡Y bien! Aquí estás ya..., sobre la plancha
donde el gran horizonte de la ciencia
la extensión de sus límites ensancha.

Aquí, donde la rígida experiencia
viene a dictar las leyes superiores
a que está sometida la existencia.

Aquí, donde derrama sus fulgores
ese astro a cuya luz desaparece
la distinción de esclavos y señores.

Aquí, donde la fábula enmudece
y la voz de los hechos se levanta
y la superstición se desvanece.

Aquí, donde la ciencia se adelanta
a leer la solución de ese problema
que solo al anunciarse nos espanta.

Ella, que tiene la razón por lema,
y que en tus labios escuchar ansía
la augusta voz de la verdad suprema.

Aquí está ya... tras de la lucha impía
en que romper al cabo conseguiste
la cárcel que al dolor te retenía.

La luz de tus pupilas ya no existe,
tu máquina vital descansa inerte
y a cumplir con su objeto se resiste.

¡Miseria y nada más!, dirán al verte
los que creen que el imperio de la vida
acaba donde empieza el de la muerte.

Y suponiendo tu misión cumplida
se acercarán a ti, y en su mirada
te mandarán la eterna despedida.

¡Pero no!..., tu misión no está acabada,
que ni es la nada el punto en que nacemos,
ni el punto en que morimos es la nada.

Círculo es la existencia, y mal hacemos
cuando al querer medirla le asignamos
la cuna y el sepulcro por extremos.

La madre es solo el molde en que tomamos
nuestra forma, la forma pasajera
con que la ingrata vida atravesamos.

Pero ni es esa forma la primera
que nuestro ser reviste, ni tampoco
será su última forma cuando muera.

Tú sin aliento ya, dentro de poco
volverás a la tierra y a su seno
que es de la vida universal el foco.

Y allí, a la vida, en apariencia ajeno,
el poder de la lluvia y del verano
fecundará de gérmenes tu cieno.

Y al ascender de la raíz al grano,
irás del vergel a ser testigo
en el laboratorio soberano.

Tal vez para volver cambiado en trigo
al triste hogar, donde la triste esposa,
sin encontrar un pan sueña contigo.

En tanto que las grietas de tu fosa
verán alzarse de su fondo abierto
la larva convertida en mariposa,

que en los ensayos de su vuelo incierto
irá al lecho infeliz de tus amores
a llevarle tus ósculos de muerto.

Y en medio de esos cambios interiores
tu cráneo, lleno de una nueva vida,
en vez de pensamientos dará flores,

en cuyo cáliz brillará escondida
la lágrima tal vez con que tu amada
acompañó el adiós de tu partida.

La tumba es el final de la jornada,
porque en la tumba es donde queda muerta
la llama en nuestro espíritu encerrada.

Pero en esa mansión a cuya puerta
se extingue nuestro aliento, hay otro aliento
que de nuevo a la vida nos despierta.

Allí acaban la fuerza y el talento,
allí acaban los goces y los males
allí acaban la fe y el sentimiento.

Allí acaban los lazos terrenales,
y mezclados el sabio y el idiota
se hunden en la región de los iguales.

Pero allí donde el ánimo se agota
y perece la máquina, allí mismo
el ser que muere es otro ser que brota.

El poderoso y fecundante abismo
del antiguo organismo se apodera
y forma y hace de él otro organismo.

Abandona a la historia justiciera
un nombre sin cuidarse, indiferente,
de que ese nombre se eternice o muera.

Él recoge la masa únicamente,
y cambiando las formas y el objeto
se encarga de que viva eternamente.

La tumba sólo guarda un esqueleto
mas la vida en su bóveda mortuoria
prosigue alimentándose en secreto.

Que al fin de esta existencia transitoria
a la que tanto nuestro afán se adhiere,
la materia, inmortal como la gloria,
cambia de formas; pero nunca muere.

Ya Sé Por Qué Es

Era muy niña María,

todavía,

cuando me dijo una vez:

—Oye, ¿por qué se sonríen

las flores tan dulcemente,

cuando las besa el ambiente

sobre su aromada tez?

—Ya lo sabrás más delante

niña amante,

le contesté yo, y una mañana,

la niña pura y hermosa,

al entreabrir una rosa

me dijo: —¡Ya sé por qué es!

Y la graciosa criatura

blanca y pura

se ruborizó y después,

ligera como las aves

que cruzan por la campiña,

corrió hacia el bosque la niña

diciendo: —¡Ya sé por qué es!—

y yo la seguí jadeante,

palpitante

de ternura y de interés,

y... Oí un beso ducle y blando,

que fue a perderse en lo espeso,

diciendo: —¡Ya sé por qué es!

Era muy joven María,

todavía

cuando me dijo una vez;

—Oye, ¿por qué la azucena

se abate y llora marchita

cuando el aura no la agita

ni besa su blanca tez?

—Ya lo sabrás mas delante,

niña amante—,

le contesté yo... ¡después!

Y más tarde ¡ay! Una noche,

la joven de angustia llena,

al ver triste a una azucena,

me dijo: —¡Ya sé por qué es!

Y ahogando un suspiro ardiente,

la inocente

me vio llorando... Y después,

corrió al bosque, y en el bosque

esperó mucho la bella,

y al fin... Se oyó una querella

diciendo: —¡Ya sé por qué es!—.

Era muy linda María,

todavía,

cuando me dijo una vez:

—Oye, ¿Por qué se sonríe

el niño en la sepultura,

con una risa tan pura,

con tan dulce sencillez?

—Ya lo sabrás más delante

niña amante,—

le contesté yo... ¡después!

Y... Murió la pobre niña,

y en vez de llorar, sonriendo,

voló hacia el azul diciendo,

—¡Ya sé por qué es!

Ya lo ves mi hermosa Elmira,

quien delira

sufre mucho, ¡ya lo ves!

Y así, ilusiones y encanto,

ni acaricies ni mantengas,

para que, al llorar, no tengas

que decir:

—¡Ya sé por qué es!

Nada Sobre Nada

Poesía leída en la velada literaria que celebró la
Sociedad "El Porvenir" la noche del 3 de mayo de 1873.


Pues, señor, dije yo, ya que es preciso

puesto que así lo han dicho en el programa,

que rompa ya la bendecida prosa

que preparado para el caso había,

y que escriba en vez de ella alguna cosa

así, que parezca poesía,

pongámonos al punto,

ya que es forzoso y necesario, en obra,

sin preocuparnos mucho del asunto,

porque al fin el asunto es lo que sobra.

Así dije, y tomando

no el arpa ni la lira,

que la lira y el arpa

no pasan hoy de ser una mentira,

sino una pluma de ave

con la que escribo yo generalmente,

violenté las arrugas de mi frente

hasta ponerla cejijunta y grave

y pensando en mi novia, en la adorada

por quien suspiro y lloro sin sosiego,

mojé mi pluma en el tintero, y luego

puse ocho letras: «A mi amada».

Su retrato, un retrato

firmado por Valleto y compañía,

se alzaba junto a mí plácido y grato,

mostrándome las gracias y recato

que tanto adonran a la amada mía;

y como el verlo sólo

basta para que mi alma se emocione,

que Apolo me perdone

si, dije aquí que me sentí un Apolo.

Ella no es una rosa

ni un ser ideal, ni cosa que lo valga;

pero en verso o en prosa

no seré yo el estúpido que salga

con que mi novia es fea,

cuando puedo decir que es muy hermosa

por más que ni ella misma me lo crea;

así es que en mi pintura

hecha en rasgos por cierto no muy fieles,

aumenté de tal modo su hermosura

que casi resultaba una figura

digna de ser pintada por Apeles.

Después de dibujarla como he dicho,

faltando a la verdad por el capricho,

iba yo a colocar el fondo negro

de su alma inexorable y desdeñosa,

cuando al hacerlo me ocurrió una cosa

que hundió mi plan, y de lo cual me alegro;

porque, en último caso,

como pensaba yo entre las paredes

de mi cuarto sombrío,

¿qué les importa a ustedes

que mi amada me niegue sus mercedes,

ni que yo tenga el corazón vacío?

Si mi vida vegeta en la tristeza

y el yugo del dolor ya no soporta,

caeré de referirlo en la simpleza

para que alguien me diga en su franqueza:

«¡¿si viera usted que a mí nada me importa?!»

No, de seguro, que antes

prefiero verme loco por tres días,

que imitar a ese eterno Jeremías

que se llama el señor de Cervantes.

Y convencido de esto,

ya que era conveniente y necesario,

borré el título puesto,

y buscando a mi lira otro pretexto

escrbí este otro título: «El santuario».

¡El santuario!... exclamé; pero y ¿qué cosa

puedo decir de nuevo sobre el caso,

cuando en cada volumen de poesías,

en versos unos malos y otros buenos,

sobre templos, santuarios y abadías?

Para entonar sobre esto mis cantares,

a más de que el asunto vale poco,

¿Qué entiendo yo de claustros ni de altares,

ni que sé yo de sacristán tampoco?

No, en la naturaleza

hay asuntos más dignos y mejores,

y más llenos de encantos y de belleza,

y que he de escribir, haré una pieza

que se llame: Los prados y las flores.

Hablaré de la incauta mariposa

que en incesante y atrevido vuelo,

ya abandona el cielo por la rosa;

ya abandona la rosa por el cielo,

del insecto pintado y sorprendente

que de esconderse entre las hierbas trata,

y de el ave inocente que lo mata,

lo cual prueba que no es tan inocente;

hablaré... pero y luego que haya hablado

sacando a luz el boquirrubio Febo,

me pregunto, señor, ¿qué habré ganado,

si al hacerlo no digo nada nuevo?...

Con que si esto tampoco es un asunto

digno de preocuparme una sola hora,

dejemos sus inútiles detalles,

ya que no hay ni un señor ni una señora

que no sepa muy bien lo que es la aurora

y lo que son las flores y los valles...

Coloquemos a un lado estas materias

que valen tan poco para el caso,

y pues esto se ofrece a cada paso

hablemos de la vida y sus miserias.

Empezaré diciendo desde luego,

que no hay virtud, creencias ni ilusiones;

que en criminal y estúpido sosiego

ya no late la fe en los corazones;

que el hombre imbécil, a la gloria ciego,

sólo piensa en el oro y los doblones,

y concluiré en estilo gemebundo:

¡Que haya un cadáver más qué importa al mundo!

Y me puse a escribir, y así en efecto,

lo hice en ciento cincuenta octavas reales,

cuyo único defecto,

como se ve por lo que dicho queda,

era que en vez de ser originales

no pasaba de un plagio de Espronceda.

Como era fuerza, las rompí en el acto

desesperado de mi triste suerte,

viendo por fin que en esto de poesía

no hay un solo argumento ni una idea

que no peque de fútil, o no sea

tan vieja como el pan de cada día.

En situación tan triste

y estando la hora ya tan avanzada,

¿qué hago, dije yo, para salvarme

de este grave y horrible compromiso,

cuando ningún asunto puede darme

ni siquiera un adarme

de novedad, de encanto, o de un hechizo?

¿Hablaré de la guerra y de la gente

que enardecida de las cumbres baja

desafiando al contrario frente a frente,

y habré de convertirme en un valiente,

yo que nunca he empuñado una navaja?

No, señor, aunque estudio medicina

y pertenezco a esa importante clase

que no hay pueblo y lugar en donde no pase

por ser la mas horrible y asesina,

aparte de que en esto hay poco cierto,

como lo prueba y mucho la experiencia,

yo, a lo menos hasta hoy, me hallo a cubierto

de que se alce la sombra de algún muerto

a turbar la quietud de mi conciencia.

Sobre los libros santos, se podría

con meditar y con plagiar un poco,

arreglar o escribir una poesía;

pero ni esto es muy fácil en un día

ni para hablar sobre esto estoy tampoco;

porque en fiestas como esta,

donde el saber está en su templo,

salir con el Diluvio, por ejemplo,

fuera casi querer aguar la fiesta;

y como yo no quiero que se diga

que he venido a tal cosa,

ya que en mi numen agotado me hallo

el asunto y el plan a que yo aspiro

rompo mi humilde cítara, me callo,

y con perdón de ustedes me retiro.

Poeta mexicano, el más representativo del romanticismo de su país. Nacido en Saltillo (Coahuila), formó parte del Liceo Hidalgo y colaboró en diversos periódicos liberales de la época. El romanticismo de Acuña, como el de la mayoría de sus contemporáneos, incluía la acción política y el periodismo, y bajo la influencia de Ignacio Manuel Altamirano, mentor y aglutinador de esa generación, amalgamaba también el liberalismo y el positivismo. Su poema más reconocido, Ante un cadáver, logra articular estos elementos. Acuña se suicidó en la ciudad de México, dejando una carta para su amigo, el poeta Juan de Dios Peza, y un poema a su musa, Nocturno a Rosario, que se volvió uno de los emblemas literarios del amor trágico. Escribió también poemas satíricos y amorosos, y dos obras de teatro: El pasado, ensayo en forma de drama, y Donde las dan las toman, que se perdió después de su muerte. Su obra se recogió póstumamente.  
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